El
estadounidense Alfie Kohn cuestiona los valores que impone el sistema actual y
la rivalidad.
Por:
SOFÍA BEUCHAT
La escena es
común: termina una competencia escolar y los participantes reciben un diploma o
regalo simbólico, que los felicita por su participación. En un bando están los
padres que celebran este gesto, pues creen que se trata de una estrategia para
proteger el fortalecimiento de la autoestima de sus hijos. Pero no son pocos
los apoderados que levantan la voz, alegando que premiar a todos es injusto
hacia los que ganaron y que lo único que se consigue es que los pequeños no
quieran dar lo mejor de sí.
Alfie Kohn –conferencista, académico, escritor y educador
estadounidense conocido por sus controversiales puntos de vista sobre educación
y paternidad– no está de acuerdo con ninguno de estos dos grupos. Desde su
casa, en Boston, dice con ironía:
“No quiero decir que darles premios a todos sea bueno; más bien
me parece un poco inocuo; al final, no es más que una expresión de cariño. Si
yo critico estas competencias y la entrega de premios es desde una mirada más
profunda: es el concepto mismo de competitividad y esfuerzo a toda costa el que
me parece negativo”.
¿Por qué
afirma que la competitividad es nociva?
Lo que yo quisiera es ver más juegos cooperativos que
competitivos. La competitividad como valor destruye las relaciones humanas,
porque la idea que está en su base es que los demás son potenciales obstáculos
para mi éxito. Esto crea desprecio hacia uno mismo, junto con incentivar la
agresividad y estimular la trampa, el engaño, la estafa. Además, evita el
surgimiento de conductas cooperativas, que a la larga se traducen en una mayor
productividad. La gente rinde más y se siente mejor consigo misma cuando tiene
éxito, pero además es parte de una comunidad en la que todos se apoyan.
Kohn, padre de dos hijos preadolescentes, está habituado a
disparar hacia las bases mismas del sistema educativo occidental: los rankings
de notas, que estimulan la competitividad entre instituciones, son uno de sus
blancos favoritos. Por algo la revista Time lo calificó como “el más franco y
abierto crítico de las notas, pruebas y tests” que hay en Estados Unidos.
Columnista habitual de influyentes medios de comunicación, como The Washington
Post y The Huffington Post, ha escrito más de una decena de libros sobre estos
temas. Uno de los más conocidos es El mito de las tareas (2007), donde asegura
que el hábito de enviar actividades para que los niños hagan en la casa,
después del colegio, no refuerza los contenidos, como se cree, sino que solo
consigue que los escolares pierdan interés en aprender.
Kohn acaba de lanzar una nueva publicación: El mito del niño
malcriado. Desafiando la sabiduría convencional sobre niños y paternidad, volumen
en el que profundiza en la filosofía que le ha dado fama.
“Quise escribir este libro –dice– porque hay un cúmulo de ideas
sobre cómo son los niños y sobre cómo debieran ser enseñados, que no solo
carece de respaldo científico, sino que además se basa en valores que son muy
conservadores, como la evaluación excesiva del esfuerzo y la competencia.”
Kohn agrega que en Estados Unidos reina la idea de que los niños
están recibiendo todo “demasiado fácil”, sin haber hecho suficiente trabajo ni
haber sido tan persistentes.
“Por esta razón, habría toda una generación de niños malcriados,
consentidos, que no saben lo que es la frustración, a la que se evalúa como
‘vital’ para aprender a sobrevivir en este ‘mundo cruel’ ”, agrega.
Usted
cuestiona el valor del trabajo duro como camino hacia el éxito. ¿Por qué?
En Estados Unidos, la última moda en educación es la necesidad
de instalar la persistencia en los niños; para mí se trata de un sofrito de la
antigua ética protestante sobre el valor del trabajo.
¿Qué le dice
la palabra ‘meritocracia’?
Me parece muy difícil afirmar que alguien tuvo éxito sobre la
base de sus méritos. En el caso de los niños, me parece peligrosa esta idea,
porque, para forjar la creencia en su propio valor fundamental como personas,
necesitan sentir apoyo incondicional, independientemente de sus ‘méritos’.
¿Estamos más preocupados de seleccionar a los mejores y ponerlos como ejemplo,
o de que todo niño tenga acceso a una buena educación?
Si estas
ideas no tienen respaldo científico, ¿de dónde vienen?
El esfuerzo a toda costa es un punto de vista muy conservador,
porque reproduce las instituciones y valores que tenemos hoy, en vez de
estimular el cambio social. Por eso, al final de mi libro, invito a los adultos
a ayudar a los niños a convertirse en lo que llamo ‘rebeldes reflexivos’; que
se escandalicen por las cosas escandalosas, que hagan preguntas incómodas,
aunque no sean bienvenidas por las autoridades.
En una de sus columnas en ‘The Washington Post’ asegura que hoy
se habla de ‘educación de calidad’ sin que las partes involucradas se pongan de
acuerdo sobre lo que eso significa. ¿Cómo define usted esta discusión?
Cada vez que hago una conferencia, tanto frente a padres como frente a
educadores, pregunto: “¿Cómo quieren que los niños sean cuando adultos?”. Y
siempre responden que quieren que sus hijos sean felices y éticos,
independientes y compasivos; que sean pensadores críticos y creativos, que amen
aprender. Pero, cuando les pido que comparen estas metas con las
características de sus colegios, descubren una enorme brecha, una profunda
desconexión. El sistema educativo no está enfocado en ninguno de estos valores.
Lo que parece motivar a los colegios es alcanzar puntajes. Y esto hace que los
niños odien la institución y duden de sus propias capacidades. Aprenden que el
objetivo de conseguir buenas notas es ser mejor que el resto.
Pero esos
mismos padres dirían que sí quieren tener a sus hijos en colegios que
demuestran buenos resultados en los ‘rankings’.
Si los padres dicen eso es porque no han sido invitados a pensar
en el efecto destructivo de las notas y las pruebas estandarizadas. La
investigación científica demuestra de manera consistente que, cuando los
alumnos son evaluados de esta manera, suceden tres cosas: tienden a estar menos
interesados en el aprendizaje por sí mismos; escogen siempre el camino más
fácil si tienen la opción (no porque sean flojos, sino porque son racionales) y
tienden a tener un pensamiento más superficial. En vez de hacerse preguntas del
tipo ‘¿estamos seguros de que esto es así?’ o ‘¿esto no se contradice con lo
que vimos la semana pasada?’, preguntan ‘¿qué entra en la prueba?’. Pero la
ironía más triste es que mucha gente que no sabe sobre pedagogía o educación
–me refiero a políticos o altos ejecutivos– hablan sobre los rankings como
indicadores de calidad, cuando justamente atentan contra la calidad en su
sentido más profundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario